miércoles, 16 de septiembre de 2009

La gotita.


Érase una vez una pequeña gotita de lluvia. Caía y caía...

Desde las alturas. Desde su nube de algodón.

La velocidad de su cuerpecito de agua no le permitía nada más que asomar sus etéreos ojos de vez en cuando para intentar vislumbrar el lugar donde acabaría su pequeño ciclo.

¿Sería el mar? Desde que ella tenía memoria, siempre había querido formar parte de esa inmensidad y unirse a las otras miles de gotitas que cantaban al compás de las olas. Era algo tan especial... Tenían tanta suerte esas gotitas... Pero, ¿y si caía en un bosque? No podía imaginar todo aquel verdor junto... Tantas gotitas resbalando por la frescura de las hojas y de los troncos de árboles tropicales... Mientras tanto la gotita seguía cayendo más y más abajo. También se le ocurrió que podría caer en una ciudad. ¡Eso sería emocionante! Coches, edificios enormes, asfalto... Ya le quedaba poco para llegar a su destino. Ya empezaba a ver algo... Algo que no esperaba... ¡Un desierto! ¡No, no, no, no! Ése era el único lugar que le aterraba... No quería acabar desapareciendo en un lugar tan vacío... Sin plantas, sin animales, sin vida... Pero a él se aproximaba. No hacía viento, así que aquel era el lugar donde acabaría su corta vida.

Cada vez lo tenía más cerca... Ya casi no le quedaba tiempo cuando, de repente, se dio cuenta de que no caería sobre el árido desierto, sino sobre un niño.... Bueno, más bien sobre su boca abierta que esperaba cada una de esas gotitas con ansia, con necesidad... Y, entonces, se alegró porque de repente supo que sería bonito caer en el mar, en la ciudad, en el bosque... Eran lugares en los que siempre había deseado morir. Pero que acabar en la boca de ese pequeño niño y ayudarlo sería mil veces más bonito. Y, por fin, sonriendo con toda su alegría, nuestra pequeña gotita murió.


Ojalá todos fuésemos gotitas de agua.

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